sábado, 28 de septiembre de 2013

LA DIVISIÓN DEL TALENTO




Cuando hablamos de cambio en cualquiera de sus manifestaciones, resulta cada vez más frecuente citar al talento como uno de los actores más significativos del mismo junto a la creatividad, el conocimiento y otros tanto palabros que  han conseguido un lugar en la constelación de las estrellas del business system.
Sin embargo, el talento, aún cuando puede estar presente en cualquier proceso de cambio, se encuentra más cómodo en el ámbito estrictamente operacional de las organizaciones. El mundo de las tácticas, rutinas y procesos que pueden ser desempeñados de forma sobresaliente por una persona que posee esa aptitud o aptitudes necesarias para ello. En esta línea, resulta casi ridículo iniciar una polémica en torno a la universalidad del talento en una empresa. Es universal y punto.
Otra cosa bien distinta resulta la acostumbrada tendencia de las empresas a configurar el talento dentro de un esquema que podríamos llamar estamental. En otras palabras, podemos reconocer el talento de un operario de mantenimiento para limpiar la nave con su escobón, pero nunca se llegará a equiparar con el talento del licenciado en químicas que controla la trazabilidad del producto y, menos aún, con el responsable de estrategia que exhibe orgulloso su master por tal o cual institución al uso. El talento opera en una estructura socializada de naturaleza estamental o lo que es lo mismo, de castas cerradas. Curiosamente, nunca se admite una división de poderes en la gestión de la organización, pero sí se consagra la División del Talento como el mecanismo perfecto para mantener separadas a churras y merinas.
Dicen que el talento se hereda o se aprende. Dicho con otras palabras, los vástagos de Kandinsky siempre tendrían mayores posibilidades de ser rutilantes artistas que los de Popov, el panadero moscovita que suministraba el pan  a su familia por otras señas. Incluso podríamos llegar a la conclusión de que la vieja tradición de padres mineros hijos a las galerías, era una acertada estrategia productiva antes que un dudoso privilegio adquirido. Pero, dejándonos de bobadas, el talento efectivamente se aprende en el seno de una organización en la mayoría de las ocasiones y cuando eso no ocurre, pues ya se sabe, a silbar a la vía que hasta Marx lo admitía a propósito del valor de la fuerza del trabajo. Otra cosa es el talento de los responsables de la organización a la hora de ubicar a cada uno en la actividad hacia la que presenta mayores aptitudes. Pero, ¿se ha preocupado la organización de que esas personas cuenten con ese talento específico? Por supuesto, me refiero a los responsables de la selección, contratación y formación, es decir los RRHH.
Qué me dicen de ese trending topic, que se dice ahora, de contratar para mozo de almacén a un delineante  o preferir a un economista frente a cualquier otro candidato para cubrir un puesto de administrativo rayón aprovechando la ley de la oferta y la demanda o lo que es lo mismo la infinita bolsa de paro juvenil.  Pero claro, volvemos al concepto sesgado de talento y, sobre todo, a esa peculiar lectura ibérica del talento adquirido a base de titulo y diploma, olvidándonos de que el talento cuenta con un fuerte componente emocional o lo que es lo mismo, el niño no aprende si no le da la gana – predisposición o disponibilidad – por muy majete que sea el maestro y por mucha piscina climatizada que tenga la escuela.
Esto del talento es un mundo o, mejor dicho, es otro mundo y no quiero contarles si introducimos en la ecuación al conocimiento, fruto del procesamiento inteligente de datos e información derivados de la experiencia personal con el entorno, ahí es nada. ¿Se imaginan el talento de un responsable de paletizado en una plataforma logística? ¿Se imaginan el caudal de conocimiento que acumula año tras año? ¿Sí? Pues imagínense ahora la frustración que acumula al ver tanto talento y conocimiento ignorado y, en consecuencia, desperdiciado cuando de resolver problemas y aprovechar oportunidades se trata.
La División del Talento podría llegar a ser una extraordinaria estrategia dentro de la organización siempre que se interpretara como factor de diversidad y , en consecuencia, de eficacia en la respuesta a la multiplicidad de situaciones inesperadas que se plantean, es decir problemas y oportunidades.

Si la Inteligencia es múltiple, cómo no va serlo el Talento…

lunes, 23 de septiembre de 2013

SI TIENE NOMBRE, EXISTE



La normalización de la innovación en los planteamientos estratégicos de las empresas de este país no puede decirse que sea una asignatura pendiente ya que se encuentra todavía en curso aunque las últimas valoraciones no resulten excesivamente esperanzadoras.

De igual forma, el avance de estas empresas hacia  la implantación de una cultura CTI (Corporate Total Innovation) tampoco es una asignatura pendiente porque, salvo algunas excepciones, es una cuestión que apenas se plantea cuando, en realidad, debiera ser la estrategia más evidente y eficaz para consolidar el fenómeno de la innovación en la organización.
Definir el concepto de Innovación Total Corporativa resulta sencillo, pero quizás sea más clarificador señalar fenómenos presentes en la empresa que pueden convertirse en sólidas barreras para su desarrollo y normalización. En este sentido, podríamos hablar de un decálogo anti CTI.

1.     Concepción de la innovación como un fenómeno de raíz fundamentalmente tecnológica.
2.     Confrontación del concepto de innovación con las necesidades operacionales como factor de riesgo.
3.     Disociación de la innovación con una cultura general del cambio como fuente de valor sostenido.
4.     Escasa relación de la innovación con los fenómenos de talento corporativo y emprendimiento interno.
5.     Ausencia de procesos de gestión del conocimiento o, si los hay, sesgados de forma excesiva sobre componentes tecnológicos.
6.     Precaución y desconfianza de los cuadros directivos hacia las consecuencias derivadas de procesos de innovación sobre sus áreas de competencia.
7.     Limitación de la participación en los procesos de innovación a personas de alta cualificación profesional.
8.     Gestión de la innovación como un fenómeno corporativo circunscrito al departamento o área del mismo nombre.
9.      Ausencia de métodos corporativos estandarizados que vehiculen los distintos procesos de ideación, invención y desarrollo.
1. Implementación de políticas de sugerencias, cajas de ideas y redes corporativas como medida de participación del conjunto de las personas de la organización.

Curiosamente, este conjunto de fenómenos afloran en empresas con una clara vocación de innovación por lo que resulta aún más complejo llegar a superarlos. Empresas que confían en la innovación como fuente de valor, pero que desgraciadamente no llegan a concebirla como fenómeno total en el ámbito corporativo, perdiendo irremediablemente  un buen número de oportunidades generadas en el contexto interno que podrían llegar a generar valor con índices de riesgo controlado a corto y medio plazo.

De todo lo anterior, es fácil llegar a una descripción comprensible del fenómeno de la Innovación Total Corporativa entendiéndola como una cultura basada en el conocimiento, talento y  capacidades del conjunto de las personas de una empresa dirigidas a la ideación y consecución de estrategias de valor sostenido.
Sin embargo, este planteamiento choca frontalmente con un modelo de empresa que, pese a valorar la innovación como fuente de valor, no acaba de desembarazarse de viejos modelos estables tanto en el campo organizacional como táctico. Empresas que continúan centradas en el corto plazo con directivos centrados casi de forma exclusiva en el ámbito operacional, concebido en términos de probables y no de posibles. Organizaciones que, pese a reconocer a un área de innovación en su esquema, mantienen una sólida estructura piramidal diseñada para la gestión, pero escasamente dotada para el liderazgo, la responsabilidad compartida y, en definitiva, la participación generalizada en la construcción de futuro. Empresas, en fin, que podrían liderar y tan sólo se dejan llevar.

Pero veamos un caso concreto…

Euskadi se ha caracterizado por una apuesta decidida hacia la innovación en los últimos años y que, pese a las adversidades del contexto general, intenta mantener. A poco que estemos atentos a lo que se dice más allá de nuestros límites, todo son alabanzas y hasta sana envidia. Sin embargo, debiéramos reconocer que pese a haber alcanzado un collado en altura, aún nos resta encontrar la senda adecuada hacia la cumbre. A poco que confrontemos a nuestras empresas con el decálogo anterior, veremos que muchas de ellas encajan casi a la perfección con todos y cada uno de sus puntos. No es un fracaso, ni tan siquiera un error, simplemente una decisión estratégica que se ha mostrado positiva desde el momento en que nos ha permitido situarnos en una posición de ventaja. Sin embargo, los collados están para recobrar fuerzas y reflexionar sobre la estrategia del ataque final a cumbre, nunca para recrearse en la hazaña conseguida.

La reflexión debe ir acompañada de la acción y, llegados a este punto, cabe recordar que contamos con una ventaja inapreciable frente a otros colectivos que puedan encontrarse en la misma situación y que no es otra que el fuerte componente identitario que nos caracteriza. Un componente que se ha expresado a lo largo del tiempo a través de fenómenos tan elementales como el auzolan, expresión de trabajo colectivo, voluntario y autogestionado, hasta las formulas cooperativistas más sofisticadas que presenta nuestro tejido empresarial. Un componente que nos habla de personas precavidas y reservadas, pero también .dotadas de una gran capacidad para la asunción de un reto compartido así como para identificarse inmediatamente con el colectivo que lo asume. En definitiva, hablamos de algo que comúnmente resulta ser el obstáculo más solido  y primitivo a la hora de implantar una cultura de Innovación Total y que, sin embargo, lo tenemos superado de antemano.

“Izena duenak izana du”, reza uno de nuestros más antiguos dichos, “todo lo que tiene nombre existe”. Esta ha sido nuestra estrategia ante un problema y es la que nos ha permitido afrontarlo con precaución, pero siendo también conscientes del enorme privilegio que suponía. El futuro no es blanco, ni negro. De momento permanece gris como esos días encapotados frente a nuestras costas. Somos nosotros quienes debemos decidir si es blanco, negro o, por el contrario, azul porque, como dice también otro de nuestros viejos dichos: balin badut iguzkia ezkoargiaz ez dut antsia (si tengo el sol, no me preocupo de la vela).



viernes, 13 de septiembre de 2013

EL ERROR ES POSIBLE, FRACASO JAMÁS




No deja de sorprenderme la cultura que existe en este país en torno al fracaso, unos hábitos que rayan lo absurdo si no fuera por las lamentables consecuencias que genera en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana.
En este país, tan malo es el fracaso como el error, al menos teóricamente. Pero puestos a establecer diferencias, existe una clara divergencia entre equivocarte, es decir errar, y fracasar. O dicho de otra manera, toleramos el error, pero no perdonamos el fracaso. Esta es una dicotomía que se ha arraigado profundamente en nuestra sociedad desde tiempos inmemoriales y que aún continua cultivándose con éxito desde edad temprana, tanto en el ámbito familiar como en el escolar y, por supuesto, el social. De hecho, hasta fonéticamente parece tener más profundidad y gravedad la palabra f-r-a-c-a-s-o frente a la ligereza inofensiva y casual del error.
La diferencia fundamental entre fracaso y error radica en el conocimiento y la experiencia. Mientras que el error actúa en contextos teóricamente conocidos y controlados, el fracaso pertenece a horizontes inexplorados. Dicho de otra forma, podemos errar a la hora de aparcar nuestro vehículo en un área de carga y descarga  a sabiendas de que está prohibido y recordando ese viejo dicho de “al volante, atención constante”. Pero no podemos errar en nuestro intento de emprender un negocio totalmente innovador. Si no alcanzamos el éxito, a eso se le llama fracaso, nunca error.
Aunque no lo parezca, a estas alturas  he profanado más de un principio básico en el management. Del error se aprende, en el fracaso no hay aprendizaje posible. Sin embargo, a poco que reflexionemos, caeremos en la cuenta de que, como mucho, del error se aprende que no se ha aprendido. Dicho de otro modo, ¿cómo calificaría una acción de un operario de cadena de montaje que tuviera como resultado una merma en la calidad del producto final, teniendo en cuenta que dicho operario está preparado y conoce perfectamente los protocolos de producción? Evidentemente, se trata de un error. ¿Consideraría perdonable el error? Seguro que sí.
Ahora bien, si ese mismo operario detecta una oportunidad de mejorar el proceso, idea una solución y la pone en marcha sin éxito, ¿cuál sería su reacción? Con toda seguridad no existiría tanta benevolencia como en el caso anterior. Y si ese mismo operario reflexiona sobre su fracaso y decide experimentar de nuevo, esta vez con éxito, ¿cuál sería la reacción? La experiencia nos dice que una de cada cuatro veces se le reconvendría aunque finalmente se aceptaría la nueva solución, pero en los tres casos restantes, tendría que afrontar las consecuencias de no haber respetado el principio de autoridad.
El error es enmendable, pero nunca debe ser ni permitido, ni menos aún saludado como signo de emprendimiento. El error no es el camino hacia el éxito, como mucho es una advertencia. Y si esta advertencia se ignora, es el inicio hacia la ineptitud, la ineficiencia o consecuencias aún peores.
El fracaso puede ser el umbral del éxito, siempre que seamos capaces de asumirlo, sobreponernos a esa inexorable tentación hacia lo mal hecho, reflexionar y aprender para finalmente intentarlo de nuevo.
Si hablamos de fenómenos tales como la innovación o el emprendimiento, el error no tiene cabida, simple y llanamente porque es un componente ajeno al contexto. Tan sólo podemos contemplar el fracaso, más aún, aceptarlo y fomentarlo aunque esto sólo sea posible en colectivos maduros y equilibrados emocionalmente. Equipos cohesionados y de fuerte liderazgo compartido. De hecho, cuando esto ocurre, no existe el fracaso, tan sólo percibimos aprendizajes que nos hacen cada vez más fuertes hasta alcanzar nuestra metas.
Emprender o innovar no es sencillo, pero no tanto por el contexto de competencia, las limitaciones tecnológicas o financieras o simplemente los entramados estructurales de las empresas. La dificultad radica en las personas, en su visión primaria del riesgo y la incertidumbre, autovías abiertas hacia el fracaso; en su capacidad de superar los limites confortables de la seguridad donde el error es admitido. En definitiva, las personas son la clave, pero no por afinidad con el error, sino por su pánico a un fracaso que jamás será ni entendido, ni admitido.

La auténtica innovación no admite errores, sólo desea fracasos.

lunes, 9 de septiembre de 2013

EL MURO





Este verano que ya comienza a desaparecer en el horizonte he tenido la oportunidad de recorrer de nuevo las calles berlinesas que un día se encontraban atravesadas por un muro, el Muro.
Berlín siempre ha sido una ciudad viva, inquieta, en continua ebullición para bien o para mal y así continua aunque los cientos de grúas que trabajan a destajo en Mitte y algo más tímidamente en Prezlauer Berg y Friedrischain anuncian una nueva capitalidad, no sólo alemana, sino también posiblemente europea que no acaba de convencer a los berlineses.
El número 8 de la famosa Prinz Albrecht Strasse, ahora Niederkirchnerstrasse, tuvo el dudoso honor de albergar la sede de la Gestapo así como otras dependencias de los servicios de seguridad nazis en las adyacentes  Wilhelmstrasse y Anhalter Strasse. Recuerdo que en mi última visita el proyectado centro de documentación histórico continuaba en el alero y tan sólo podían contemplarse una serie de murales cochambrosos a la intemperie. Esta vez, tuve la oportunidad de visitar el nuevo centro y realmente merece la pena. Los murales continúan en el exterior junto a un fragmento del Muro original que en su día dividió el solar como si las dos alemanias quisieran repartirse a partes iguales el cáliz de la expiación de la memoria.
Al contemplar el fragmento del muro casi veinticinco años después de su caída, me ha venido a la memoria el pensamiento que paso por mi cabeza el uno de enero de 1999 con la llegada del euro: el muro pone fin a la timorata moral aliada y su caída anuncia una nueva tormenta.
Por supuesto, entonces desconocía la fecha de arribada de la tormenta y menos aún su dimensión, pero no había que ser un lince para darse cuenta de que la unión monetaria era una aventura atractiva, pero que conducía a un sendero sinuoso al borde del precipicio.
¿Se puede concebir una unión monetaria sin una unión política previa? Sinceramente, no. Pero la creación de la moneda única no fue una estrategia ideada por oscuros círculos financieros. Simplemente se trató de una solución de compromiso derivada de la caída del Muro.
El 9 de noviembre de 1989, Günter Schabowski, miembro del Polítburo del Partido Comunista de la RDA, anunció la derogación de la legislación que prohibía los viajes al extranjero aunque por error lo hizó “ab sofort”, es decir con aplicación inmediata, desatando así un fenómeno popular que acabó con la caída del Muro sin plazos ni protocolos.
La construcción del Berliner Mauer en agosto de 1961 puso fin al sueño milenarista de Hitler, su caída supuso el fin del sueño comunista y el inicio del sueño de una nueva Alemania, pero también el renacimiento de una vieja pesadilla. Casi de forma inmediata Margaret Thatcher comentó: “hemos vencido dos veces a los alemanes y aquí están de nuevo”. François Mitterand fue algo más prudente, pero albergaba la misma desconfianza que los británicos.  Ambos sabían que la caída del Muro era el primer paso de un proceso que acabaría con la reunificación y, en consecuencia, con el regreso de Alemania al “gran juego” de liderar Europa. Esta vez el peligro no era un resurgimiento belicista en busca del lebensraun, sino algo más sutil y evidente como el liderazgo económico sobre el continente.
La lógica del problema era aplastante. ¿Dónde residía el origen del peligro alemán? Sencillamente en su moneda y su banco central, el sólido Deustche Mark y el envidiado Busdesbank. En consecuencia, la solución pasaba por disolver estas señas de poder en el contexto de una unión monetaria europea que las hiciera controlables. Tan sólo existía una pega: ¿cómo afrontar una unión monetaria sin asegurar una unión política previa? Simplemente no era posible y las consecuencias de ignorar esta realidad no eran otras que juntar churras con merinas. Integrar en un mismo paquete a economías profundamente desarrolladas con otras en ciernes, políticas financieras de bajo tipo de interés con otras basadas en fluctuaciones continuas, legislaciones laborales flexibles con otras obsoletas en su rigor, estados con una larga tradición de laxitud en el control de la deuda con otros concentrados en conseguir una contabilidad nacional al céntimo. Aquello era como intentar maridar las fabes asturianas con el apfelkuchen, pero las circunstancias jugaban a favor.
Francia deseaba la unión monetaria como puente para lograr el eje franco alemán de liderazgo europeo. Alemania era consciente de que debía sacrificar su moneda y su banco central como peaje inevitable hacia la reunificación. Países periféricos  como España, Italia, Irlanda o Portugal veían con buenos ojos la unión monetaria que pasaría a convertirlos en europeos de igual rango que alemanes o franceses y, finalmente, los británicos observaban impasibles desde sus acantilados de Dover.
Pero no todo fue tan alocado. Los alemanes transigieron con el intercambio, pero exigieron garantías, temerosos de tener que pagar la cuenta de los desmanes financieros de los países del arco mediterráneo, el Club Med por otras señas.  Todos los países que se integraran en la unión monetaria debían cumplir con unos objetivos de reducción de déficit. Por supuesto, esto no fue ningún obstáculo para países como Grecia inmersos en una larga tradición de anarquía financiera. Todo llegó a buen puerto gracias a una arquitectura financiera con unas dosis de creatividad nunca antes vista. Las cuentas se hicieron cuadrar de una forma u otra y el uno de enero de 1999 los europeos quedamos unidos por una misma moneda y un solo banco, eso sí con sede en Frankfurt y plenamente inspirado en la filosofía del Bundesbank.
Es una historia sencilla, no encierra mayores misterios y, menos aún, conspiraciones absurdas. Todo lo que vino después fue simplemente un cumulo de despropósitos gestionados por los distintos gobiernos, amparados por la ausencia de una unión política, pero reforzados por una unión monetaria que permitía acceder a financiación barata sin apenas garantías y aún menos control sobre la inversión final. La especulación privada llegó inmediatamente después acompañada del fomento incontrolado del gasto y endeudamiento de millones de ciudadanos europeos de segunda que, de la noche a la mañana, se vieron ricos, afortunados y, sobre todo, tan europeos como un alemán.
El 9 de noviembre de 1989 no sólo cayó el Muro de Berlín sino también los muros que separaban a unas economías europeas saneadas de otras que comenzaban a despegar tímidamente. La desintegración final de la Unión Soviética permitió extender la democracia más allá del Elba y el Danubio y con el tiempo amplió la locura del sueño de poder moverse libremente por Europa pagando en todos los lugares con la misma moneda aunque resguardando la capacidad de decisión política y, en consecuencia, financiera de cada uno de los socios. Todo lo que siguió ya es historia…

2013

La mal llamada crisis económica se ha prolongado en Europa a lo largo de los seis últimos años. No todos los países de la Unión están afectados y los que lo están, no la sufren con igual intensidad. Sin embargo, si existe un factor común: la incertidumbre sobre el futuro de la Unión. Incluso los campeones del europeísmo, los alemanes, acumulan dudas crecientes sobre  la oportunidad de mantenerse unidos. Ya no es una crisis puramente económica, tampoco lo es política, al menos a nivel de la Unión al no existir tal unidad. Hablamos de una crisis de identidad si alguna vez la hubo, pero sobre todo de una crisis aguda de liderazgo.
Todos sabemos que sólo un liderazgo sólido puede salvar a Europa de un declive de consecuencias incalculables. Todos sabemos y prácticamente aceptamos que debe ser Alemania quien asuma ese reto, pero el problema reside en la forma en la que los alemanes están intentando ejercerlo que no es otra que la de un liderazgo estructural o lo que es lo mismo, la imposición de una interpretación del problema así como de su solución única e incontestable. Esta interpretación es de sobra conocida y se basa en el gasto incontrolado de los países periféricos de la Unión así como sus bajos niveles de competitividad. La solución también es sobradamente conocida: austeridad, austeridad y más austeridad combinada con reformas estructurales de gran calado.
Poco a poco, el modelo alemán se está imponiendo en una Unión que hasta ahora practicaba el anglosajón clásico.. El nuevo ordoliberalismo germano se basa en la presencia de un Estado fuerte que garantice una política presupuestaria equilibrada así como una baja deuda pública, huye de la inflación que debe ser controlada por un banco central y prefiere las exportaciones al consumo interno como motor de crecimiento.
La cuestión no radica en el desacierto de la interpretación que, aceptémoslo, es correcta, sino en las formas de imponerlo dentro de un marco de cooperación entre supuestamente iguales como es el caso de la Unión.  Una vez más, nos enfrentamos al fantasma de la unión política que nadie desea, pero sin ella será difícil aceptar los argumentos germanos sin caer en la tentación de percibir un “tercer intento”. Alemania debe descubrir de una vez por todas la sutil diferencia entre gestionar y liderar. Cuando lo haga, Europa comenzará a tener un horizonte y un nuevo muro habrá caído.

Posdata

Desayunar en las frescas mañanas de verano en Berlín siempre es un placer, pero lo fue aún más hacerlo en compañía de mi buena amiga y colega Astrid Moix, berlinesa de corazón.

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