jueves, 21 de febrero de 2013

MIDIENDO EL TALENTO






Quién no recuerda aquellos exámenes de matemáticas en el instituto o el colegio de pago. Por aquellos tiempos a los ejercicios les llamaban “problemas” aunque se trataban de situaciones controladas con una sola posible respuesta y hasta con un solo procedimiento admitido aunque existieran otras alternativas. Desgraciadamente, aunque haya llovido y tronado mucho, las cosas continúan prácticamente igual y hasta podríamos decir que peor. Antes, al menos, no se hablaba de inteligencias y talentos mientras que ahora se nos llena la boca con esos palabros.
El talento en la empresa no se puede medir en términos de rendimientos, eficacias, eficiencias y, en fin, productividad sobre los “ejercicios programados”, es decir sobre las rutinas de procedimientos establecidos. Como decía el otro, “se le supone”.
El talento se expresa en términos de capacidad para resolver nuevas situaciones cuya solución desconocemos, es decir problemas o bien oportunidades que se perciben y necesitan ser materializadas. En consecuencia, la métrica del talento no puede ir dirigida a la satisfacción conseguida por los resultados en términos de rutinas. El talento debe reflejarse en resultados visibles más allá de lo previsto en términos de eficacia y eficiencias rutinarias. Puede materializarse en un incremento de ventas, un ahorro de costes no basado en estirar al límite los procedimientos establecidos, una mayor reputación corporativa o una consolidación de marca. Pero si los resultados del talento son estos, sus vías de expresión se llaman “mejora continua”, “reingeniería”, “innovación” o incluso “calidad” porque, seamos francos, ¿cuál es la diferencia entre los efectos de un intervención en calidad o una innovación incremental?
Pero todo esto necesita de reflexión, aceptación e interiorización en una organización. No olvidemos que las personas de una empresa tienen un pasado inmediato derivado de sus experiencias en los distintos ámbitos educativos, sean escolares, universitarios o de formación profesional. Ámbitos que han dejado una huella indeleble sobre cómo se aprende y cómo se aplica lo que se ha aprendido, cómo se interpreta el concepto problema y qué se espera como respuesta a este tipo de situaciones, cómo se entiende la autonomía, la responsabilidad o cómo se percibe el error sin entrar tan siquiera a cuestionar si se les ha descubierto el milagro de las inteligencias múltiples o su expresión en términos de talento.
En definitiva, el nacimiento del talento en una organización pasa en este país por un proceso de reeducación emocional profundo. Sí, emocional porque hablamos de percepciones, identificaciones personales, consciencia del potencial y creación de una empatía introspectiva difícil de alcanzar después de años sometidos a un entrenamiento basado en la aceptación de la verdad del conocimiento sin profundizar en su utilidad y, sobre todo, en sus posibilidades de generación de nuevo conocimiento.
Diríamos que sería como exigir a un cura recién salido del seminario que celebre un casamiento al son de la Internacional recibiendo a Juan y Pepe en el sagrado sacramento del matrimonio. Incluso si lo hiciera, automáticamente sería señalado con el dedo a la espera de los hombres de negro designados por la conferencia episcopal.
Hablemos de talento, pero sin olvidarnos la herencia que todos arrastramos y a la cual, sin llegar a renunciar, debemos marcar límites. Una empresa es el reflejo de sus personas y estas son el reflejo de una sociedad, sus creencias, valores, certezas, compromisos y sueños.

lunes, 18 de febrero de 2013

CERTIFICACION DE FELICIDAD




La  excelencia de una organización depende en última instancia de la felicidad de sus personas.

La felicidad es uno de esos grandes enigmas existenciales en los que nunca hemos conseguido ponernos de acuerdo. Como decía Aristóteles, todos estamos de acuerdo en el hecho de querer ser felices, pero cuando intentamos llegar a un acuerdo sobre cómo serlo, comienzan las discrepancias. Es algo similar a lo que ocurre con el concepto de “calidad de vida”, todos aspiramos a ello, pero cada cual lo interpreta a su manera en términos de metas. Para unos la calidad de vida consiste en gozar de una buena salud, para otros el secreto reside en transpirar miles de euros por los cuatro costados, los hay que centran su calidad en poder disfrutar de la familia aunque no faltan quienes lo identifican con un buen partido de futbol, la posibilidad de poseer un adosado o hasta la calidad de vida de trasegarse un barreño de palomitas contemplando las andanzas de Chuck Norris allá por los orientes.

Si esto ocurre en la esfera personal, qué no puede decirse de un contexto tan a menudo mal entendido como el profesional, ese que en este país acostumbramos a llamar despectivamente “laboral” para así poder incluir a todos aquellos carentes de diplomatura, post grados y otras naderías que marcan la diferencia. En una palabra: hablar de la felicidad en el trabajo no está bien visto.

Pero no conviene perder de vista aquello en lo que, al menos, estamos todos de acuerdo respecto a la felicidad. Dicen que ser feliz es autorrealizarse, sentirse autosuficiente, experimentar sensaciones físicas e intelectuales de placer y muchas cosas más. Pero, por encima de todo, ser feliz es ser humano y si una empresa no es feliz quiere decir invariablemente que es inhumana por muchos humanos que trabajen en ella.

Ser feliz supone disfrutar de un estado de ánimo positivo o lo que es lo mismo, estar capacitado para desempeñar eficazmente las tareas, afrontar nuevos retos, colaborar con otros en la consecución de metas comunes y, en definitiva si al ámbito económico nos circunscribimos, conseguir altos índices de productividad. Si esto es así de claro y meridiano, ¿por qué se empeñan las organizaciones en despreciar la felicidad como estrategia?

La respuesta es casi siempre la misma: no hay tiempo para preocuparse de esas bobadas en un contexto altamente competitivo como el que nos ha tocado vivir. En otras palabras y recurriendo al romancero gitano: el burro le llamó al caballo orejón.

Vivimos inmersos en la normalización de sistemas, acreditaciones, normas y demás invenciones relacionadas con la calidad, la innovación, la transparencia, la responsabilidad social corporativa, la conciliación , el día mundial del árbol y la celebración de los protomártires del 29, pero no reservamos ni un momento para reflexionar sobre el derecho y la necesidad de conseguir una empresa feliz. Incluso si lo hacemos, centramos toda nuestra atención en el futuro, olvidándonos que el foco debe situarse en nuestro presente, allá donde se encuentran los retos y metas a conseguir.

Si se nos ocurriera universalizar una Certificación de Felicidad ISO 149.400, lo más probable es que el 97% de las empresas aspirantes no superarán la auditoría previa y el cúmulo de no conformidades llegaría hasta Tombuctú y vuelta. Así de inhumanos somos.

Pero las experiencias demuestran que por el sólo hecho de haber desplegado un proceso de prospectiva en torno a la felicidad , la productividad se ha incrementado automáticamente al menos en un 2% y de forma sostenida en las organizaciones que lo han llevado a cabo. Así de humanos somos…

miércoles, 13 de febrero de 2013

LOS PECADOS DE LA MANZANA




Los intentos de establecer una analogía entre Apple y la religión católica han sido frecuentes en la última década y el proceso de beatificación tecnológica  de Jobs no hacen sino confirmarlo. Pero dicen que todo lo que sube acaba por bajar y en este sentido, la manzana de Cupertino no está llamada a romper una regla que hasta ahora tan sólo la chispa de la vida se ha atrevido a desafiar.
La caída en el valor de la compañía ha venido acompañada de un descenso histórico en sus ventas que algunos quieren explicar a partir de un cumulo coincidente de inoportunas desgracias que se han venido acumulando desde el fallecimiento del increíble Jobs. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, la realidad supera a la ficción y la explicación hay que encontrarla en dos factores que se solapan mutuamente: la caída acentuada de los márgenes comerciales y la incapacidad para mantener un ritmo de innovación disruptiva constante.
El descenso del margen comercial es una profecía bíblica difícil de eludir para los denominados “pioneros” en un nuevo nicho de mercado. Tarde o temprano, llegan nuevos colonizadores que aprenden de los errores y optimizan los aciertos iniciales, ofreciendo productos similares a precios más razonables aún a costa de no conseguir ese 45% de margen que consiguió la manzana y que ahora ha visto descender hasta el 39%, cifra que muchos quisieran para sí, pero a la que Apple no está acostumbrada. La solución de manual pasaría por dos posibles alternativas: reducir costes o lanzar productos de consumo más generalizado. Pero aquí es cuando los factores comienzan a solaparse.
Reducir costes es siempre una tarea compleja, más aún cuando no eres el productor directo y, en consecuencia, no controlas de forma sistemática la reingeniería de los procesos como es el caso. Pero, además de este pequeño detalle, las últimas noticias que llegan desde centros de montaje como los de Shenzhen, parecen confirmar que no existe demasiado margen de maniobra en lo que a costes salariales se refiere aunque también es cierto que tratándose de China, cualquier cosa es posible.
Sin embargo, el verdadero talón de Aquiles de la manzana reside en su credo y en la verdad última que lo sustenta. Quienes dicen que Apple es una religión quizás exageren, pero sólo hasta cierto punto. Efectivamente Jobs supo rodear a la compañía de un halo místico basado en un mix de genialidad y perfeccionismo rayado en la paranoia, pero que acabó por ser decisivo frente a las propuestas grises y monótonas de Gates que inicialmente triunfaron en un temprano momento en el que apenas existían aborígenes digitales. Pero después, todo cambió. Jobs supo ofrecer ferraris a precios elevados pero posibles para quienes preferían invertir en ser distintos, estar a la última o simplemente dejarse llevar por la ola y si además la competencia se veía incapaz de reaccionar, pues mejor que mejor.
En otras palabras, los increíbles márgenes que ha manejado Apple son la consecuencia de un cúmulo de afortunadas coincidencias: innovaciones disruptivas encadenadas, posibilidad de costes productivos más que asequibles gracias a los milagros de la globalización traducidos en una peculiar filosofía china del enriquecimiento del infra proletariado, elaboración de una mística cuasi religiosa en torno a una marca como nunca antes se había visto, más allá del consumo conspicuo de las elites y finalmente un liderazgo inspirador que no trascendente de un hombre empeñado en ir más allá del circulo de la perfección.
Todas ellas son consideraciones importantes, pero sólo una explica a todas las demás y ésta no es otra que la capacidad de encadenar sucesivas innovaciones radicales con nombre propio: iPod, iPad y, sobre todo, el milagro de los peces y los panes, el iPhone, responsable por sí sólo de más de la mitad de las ventas de la compañía.
Apple se enfrenta a una disyuntiva vital: continuar explorando el futuro o disgregarse en la irreconocible masa de los colonizadores de nuevos mundos. De momento, los rumores parecen indicar que ha optado por la segunda de las alternativas, es decir vender mucho con márgenes más reducidos y sin esa singularidad que caracteriza al pionero. Los mentideros hablan de un iWatch con sistema iOS y similares prestaciones al iPhone que podría comercializarse por menos de 180 euros. Si esto es cierto, el éxito estaría prácticamente asegurado, pero a costa de convertir la religión en una secta del tres al cuarto y a Apple en un hecho histórico en los anales de la economía de mercado. Pero, en estos tiempos en los que hasta los papas renuncian al solio, todo es posible.

lunes, 11 de febrero de 2013

AQUÍ SEGUIMOS




Dicen que la economía es todo menos previsible y los hechos así lo demuestran. Quizás la explicación se encuentre en sus protagonistas, los humanos, especie impredecible hasta grado sumo como consecuencia de la combinación de dos tipos de actores: genios creativos y gestores incapaces. Sin embargo, este país ha conseguido generar un nuevo tipo que podríamos definir como directivo paralizado. Su actuación se ha vuelto previsible hasta la saciedad, dando lugar a una gris monotonía con consecuencias fatales sobre nuestras esperanzas de futuro. A las pruebas me remito, hace tres años publiqué un post que en 2010 reedite y vuelvo a hacerlo con la resignación de quien confirma la continuidad de la maldición.


LOS GENERALES BANANEROS

Los agoreros nunca han sido santos de mi devoción. Entre otras cosas porque soy de los que defienden a ultranza aquello de que el futuro no se predice, se construye. Pero el caso es que ayer revisando antiguos post de un blog difunto, me encontré con uno que escribí hace un año exactamente. Pasmado quede de mi clarividencia, hasta el punto de que quizás me dedique a echar cartas, huesos, garbanzos de Palencia y alubias de Tolosa para ganarme la vida con reposo y más slow que dicen ahora.
En fin, es una desgracia, pero lo que escribí hace doce meses es, si cabe, más cierto hoy. Y para prueba, reproduzco el viejo post.

QUE INVENTEN ELLOS
El ejercito de las empresas cuenta con un exagerado número de generales y alta oficialidad en España.
Los soldados profesionales – con contrato indefinido – y los de reemplazo – contratos precarios – suman una cifra nada desdeñable pero que no se corresponde con la oficialidad dispuesta a ejercer mando de plaza.
Mientras el escenario se mantiene estable, es decir se viven “tiempos de paz”, la situación resulta llevadera. Las rutinas diarias, perfectamente protocolizadas, permiten vivir sin sobresaltos y hasta permitirse pequeños vicios como el que pude contemplar hace algunas semanas en el punto de control de una gran corporación energética cuando el agente de seguridad me proporcionó la tarjeta de acceso mientras pulsaba pausa en el juego de estrategia que exhibía la pantalla de su monitor.
Quizás hemos disfrutado de un excesivo periodo de paz que puede conducirnos a una situación comprometida a poco que el escenario global sufra modificaciones. Una paz que ha traído confianza y autocomplacencia al generalato empresarial, hasta el punto de que su grado de tolerancia al riesgo sea casi igual a cero. Incluso cuando estos profesionales reciben ofertas, una de las primeras cosas que se pone encima de la mesa de negociación es la condición de preservar su antigüedad y beneficios sociales. Cambiar sí, pero sin asumir riesgos.
La situación se torna alarmante cuando tan sólo estamos hablando de “riesgo” y no llegamos a plantearnos la posibilidad de asumir un cierto grado de “incertidumbre”.
¿Qué diferencia a ambos conceptos?
Frank Knight, el economista – filosofo (economist as philosopher, not economist as scientist, J.Buchanan), la describió acertadamente en su mejor ensayo Risk, Uncertainty and Profit (Riesgo, Incertidumbre y Beneficio).
El Riesgo es un factor aleatorio con probabilidades conocidas o al menos predictibles.
La Incertidumbre es un factor aleatorio con probabilidades desconocidas.
La empresa y sus directivos viven en situación constante de riesgo aunque ellos no lo tiendan a catalogar así. Su misión es asegurar las rentas de los factores productivos soportando el riesgo de la actividad económica de la empresa. El objetivo final es el beneficio, entendido como recompensa al riesgo asumido. Es un juego con ciertas connotaciones peligrosas, los generales conocen el precio cierto de sus factores productivos, pero deben establecer previsiones sobre la demanda, tanto en su cantidad como en su precio. Es el conocido binomio costes ciertos – ingresos inciertos. Pero, en cualquier caso, es un riesgo asumible cuando no obligado por estrictas razones de supervivencia.
En tiempos de paz se asumen riesgos, inciertos pero controlados.
El problema surge cuando la estabilidad parece acabar y las predicciones a corto plazo no son tan seguras. Es entonces cuando la Incertidumbre sustituye al Riesgo. Y es entonces también cuando los generales intentan conseguir los mismos resultados bajo el mismo riesgo, pero evidentemente esto ya no tiende a funcionar. La situación ha cambiado y ya se sabe: si haces lo de siempre, llegarás a donde siempre.
Ante la Incertidumbre sólo es posible una respuesta: cambio o como se le llama últimamente INNOVACIÓN.
En este país hemos pasado de la gran fiebre de la Calidad a la gran pandemia de la Innovación. Pero ha sido un mero cambio conceptual. Los hábitos continúan siendo los mismos: gerencia, corto plazo, seguridad, riesgos mínimos y asumibles.
En conclusión, llamamos Innovación a todo un catálogo de curiosas actuaciones:
• Mejoras sobre procesos o modelos de negocio que no impliquen alto riesgo, pero que produzcan rentabilidad, cuando menos de imagen.
• Despliegue de tecnología estandarizada y a ser posible subvencionada por las administraciones públicas.
• Desarrollo de ayudas a las pymes que acaban por convertirse en un plan prever para actualizar el parque ofimático.
• Creación de certificaciones a la manera de la Calidad que arañan la superficie de la Innovación, pero no acometen el proceso operativo de la misma.
• Tímidos acercamientos a procesos de innovación incremental renunciando a los de carácter radical o como mucho esperando la oportunidad de un “me too”.
Podría continuar de forma indefinida con la descripción del catálogo, pero no tiene demasiado sentido ser agresivo en la denuncia de una situación que está a punto de pasar su factura.
Por encima de los rumores y optimistas mal informados, parece haber una cosa cierta: se acercan tiempos de incertidumbre. Podemos llamarlo progresiva desaceleración, cambio de ciclo, ligera modificación de expectativas, reajustes estructurales o como quiera que se nos ocurra, pero lo cierto es que se aproxima un momento de incertidumbre que no quiere decir necesariamente un tiempo de crisis y recesión.
La incertidumbre, como afirmaba Knight, es un factor aleatorio con probabilidades desconocidas, es decir un PROBLEMA en toda regla ya que denominamos así a aquellas situaciones cuya solución desconocemos. En consecuencia, los hábitos y rutinas que practicamos no van a ser la solución a estos problemas: si hacemos lo de siempre, llegaremos donde siempre.
El terrorismo vasco, la cuestión vasca, como quiera que la llamen unos y otros no ha sido ni es un PROBLEMA, sino más bien una MOLESTIA. Es una situación enquistada sobre la se practica el mismo rito operativo desde hace ya cuarenta años. Es una situación que exige innovación en términos de nuevas formas y maneras, sólo entonces podrá tener la consideración de problema.
Pero volviendo a la esfera económica, la situación que se avecina puede ser similar. Si insistimos en aferrarnos a los modos y maneras que nos han proporcionado prosperidad en las últimas décadas, estaremos cometiendo el error de valorar la situación como MOLESTIA que habrá que soportar hasta que el temporal amaine.
Es el momento de convertirnos en innovadores más allá de los conceptos y las modas, el momento de hacer cierta la teoría del “espíritu emprendedor” de Schumpeter que no es otra cosa que pararse a analizar, generar el escenario, producir la invención y desarrollar la innovación que habrá de generar valor.
El generalato tiene que pasar de las tácticas rutinarias de las maniobras a la generación de estrategias características de los líderes y no pueden contentarse con perfiles de líder transaccional que no son otra cosa que gerencias disfrazadas de welfare state, ni anclarse en un liderazgo transformacional que inspire a la soldadesca. Son necesarios líderes emprendedores que arrastren y asuman la incertidumbre como una oportunidad y nunca como una amenaza, líderes que compartan su liderazgo.
Si el generalato no reacciona puede acabar encontrándose con un inesperado Annual en el peor de los casos o bien conformarse con el ostracismo y verse relegado una vez más a comparsa de los auténticos innovadores.
Como diría Ortega: ¡Que inventen ellos!

miércoles, 6 de febrero de 2013

DESMONTANDO EL TALENTO





Las concepciones e interpretaciones del talento van íntimamente unidas a las de la inteligencia como no podía ser de otra forma al tratarse de una expresión de ésta. De igual forma que hace décadas desechamos la vieja teoría innatista en torno a la inteligencia, hoy sabemos con certeza que no se nace con talento, sino que se trata de un dilatado proceso experiencial en el que confluyen múltiples factores endógenos y exógenos por igual. En otras palabras, el desarrollo del talento personal depende en los primeros años, entre otras cosas, del entorno familiar y social como contextos experienciales primarios, así como del escolar en términos más específicos. Pero, una vez integrados en el mundo laboral, la empresa se constituye en el principal factor diferencial.
No existen organizaciones que atesoren talento por casualidad o simple coincidencia. Una empresa con talento no es fruto solamente de sus habilidades de reclutamiento y contratación, sino más bien de una firme convicción en el valor de las personas. Pero esta creencia no acostumbra a nacer con la empresa, salvo en aquellos casos en los que coincide con un profundo liderazgo fundacional basado en estas certezas. La realidad demuestra que el camino hacia el talento corporativo es un proceso complejo y progresivo que necesita, no sólo liderazgo sino también fuertes dosis revisionistas que acierten a construir estructuras de responsabilidad compartida muy alejadas de las absurdas creencias de la democracia corporativa. En una empresa, es necesario que algunos decidan y todos ejecuten, pero la clave reside en que ese “algunos” no sea un término exclusivo sino inclusivo al interpretarlo de acuerdo a los distintos contextos de decisión y riesgo. Llegar a ese punto exige recorrer un largo camino que debe comenzar por interpretar adecuadamente el propio concepto del talento.
El talento es un cincuenta por ciento de aptitud y otro cincuenta de actitud, entendiendo lo primero como aquello que se sabe y lo segundo como una amplia predisposición a saber más.
Las acciones dirigidas a potenciar y generalizar el talento en una empresa acostumbran a actuar sobre la actitud dando por sentado que la aptitud ya existe, cometiendo así un error estratégico que puede acabar llevando al fracaso.
La aptitud, entendida como aquello que se sabe y se sabe hacer bien se acostumbra a dar por sentada cuando, en realidad, puede existir pero en un estado latente y, en consecuencia, prácticamente inoperativo en términos de talento corporativo. En una persona, “aquello que se sabe”, deviene tanto de su aprendizaje pre profesional como de su experiencia laboral. Acertar en lo primero es una cuestión derivada del talento de la empresa en sus procesos de reclutamiento y contratación. Pero lo segundo depende exclusivamente de lo avanzada que se encuentre la gestión del conocimiento en la empresa y no sólo en términos de recursos tecnológicos – ofimáticos sino esencialmente en la concepción y función de los flujos de conocimiento tácito – formal.
En otras palabras, quizás el problema inicial resida en el hecho de que las personas saben, pero no saben lo que saben y, menos aún la organización en su conjunto. Si a esto añadimos el más que probable desconocimiento del valor de lo que saben y su posible potencialidad para detectar problemas y oportunidades así como para resolverlas, el circulo vicioso se cierra haciendo absurdos los planteamientos en términos de potenciación de la actitud.
En definitiva, si por algún sitio debe comenzar el desarrollo y potenciación del talento en la empresa es por analizar el grado de consciencia individual y corporativa del conocimiento en términos de saber y hacer. La actitud es importante, pero no pasa de anecdótica generosidad sin una firme aptitud que la respalde. Pero la existencia de suficiente y probada aptitud pasa también por asegurarnos de que ha existido una actitud previa individual que permita transformar lo que se sabe en conocimiento y habilidades, así como una actitud corporativa que eleve todo ello a un punto de partida compartido a partir del cual comenzar a hablar de talento.
Omitir todo ello en un ejercicio voluntarista que obvie el pensar lanzándose a actuar, sólo puede conducir al fracaso o, en el mejor de los casos, a una respetable experiencia que acabe por no cuajar debido a los consabidos imponderables. Y utilizamos el término fracaso y no el de error porque en términos de talento, no hay segundas oportunidades.

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...