jueves, 30 de septiembre de 2010

¡VIVA LOS TONTOS!


El pasado lunes leía las “buenas noticias” que Javier Rodriguez acostumbra a publicar los lunes en su estupendo blog Red Diez y algunas de ellas me hicieron pensar que, por mucho que me empeñe, las cosas cada vez son menos parecidas a como lo eran antes. Quizás sea el sino de los que nos hacemos mayores, pero a este paso, acabaré viendo como los fondos soberanos abandonan el mercado de futuro de los albaricoques.
En esta línea, pasaba el rato hace unos días viendo que no mirando, ni observando que diría mi querido Josep Julian, la caja tonta, esa que todos tenemos en algún rincón de nuestros dulces hogares. El programa era uno de estos de chavalas comechicles y metrosexuales analfabetos y me dio por pensar que ya ni los tontos son como los de antes.
¡Ah! Los tontos de antes sí que eran tontos. Gentes de mirada perdida y sonrisa maliciosa. Artistas consumados del revoque de cervicales al más puro estilo cervantino. Babeantes y sediciosos con el orden establecido. Cuasi estáticos aunque siempre dispuestos a tocar el culo a una buena moza y echar a correr como una avestruz en celo. Diabólicamente infantiles en sus retorcidos razonamientos. En una palabra: tontos de los de antes.
Recuerdo que siempre que llegabas a un pueblo, al primero que atisbabas era al tonto, personaje entrañable protegido con la denominación de origen, fruto de las idas y venidas al huerto de primos, sobrinos y demás parientes en sana cooperación contra el tedio. El tonto en cuestión se quedaba observándote con mirada torva y perdida hasta que aparecía su madre y le propinaba la correspondiente colleja que lo mandaba para casa calentito. ¡Aquellos eran pueblos y tiempos! Jardín inspirador de Leblanc, Berlanga, Ozores, Martínez Soria y demás rufianes creativos. Tontos los habría en todos sitios, pero como los de España ninguno.
Ahora es difícil encontrar un tonto genuino, puro y sincero. Y es que algunos de ellos se han ilustrado como Jovellanos y, lejos de dolerles prendas, se han hecho con un silloncito en congresos y parlamentos. Ni escuchan, ni son escuchados. Cuando hablan, apenas si dicen algo más allá de ese estrecho vocabulario de mil palabras que todos repiten. Es el milagro de las sardinas y la ensaimada. Son tontos, pero no lo parecen.
Y qué decir de las chavalas de metro y ochenta, tacón estilete aparta que te machaco el juanete, trapo encogido no me agacho que se rompe, coiffeur imposible ni por el forro camomila intea y abalorios raciales diseño Kuki de la Hoz del Duraton y Pedralbes. Mientras no abren esos labios sospechosamente inflados hasta parecen monas, pero una vez que se lanzan, la cagaste mariloli. Son tontas, pero casi te engañan.
Podría seguir enunciando retratos neotontos otras seis o siete horas más. Podría hablar de los tontos de tertulia, de los tontos sindicados, de los no menos tontos que se creen la voz del país, de los tontos de la moda y también de los tontos de moda y muchos, muchos más. Pero, para mi pesar, son tontos que apenas parecen tontos, tontos que se ofenden de sólo insinuarlo, pero, al fin y al cabo, tontos de segunda.
Ya no hay tontos egregios, diplomados en lo abstracto, arquitectos de la goina, simples y sinceros. Gentes contentas con una tiza. Coleccionistas de sonrisas, embajadores de la otra mirada. Tontos de los de antes.

martes, 28 de septiembre de 2010

AMBICIÓN INNOVADORA


Las empresas poseen una “memoria institucional” que encierra su alma y describe lo que han sido y son. Esta memoria no es exclusiva sino que convive con otros dos niveles superiores de ADN: memoria sectorial y memoria global.
La Memoria Global es aquella que posee las características, modos y maneras del conjunto de organizaciones, grandes o pequeñas, que se dedican a una actividad económica. Una factoría de vehículos y una mercería no tienen mucho en común, pero si coinciden en una serie de rasgos que les emplazan en un sistema global, el capitalismo de mercado en cualquiera de sus formas.
La Memoria Sectorial, como es fácil deducir, es aquella que contiene los rasgos característicos de todas las organizaciones que se ubican en un mismo sector de actividad. Toyota y Audi pueden tener sus diferencias específicas, pero participan de la Memoria Global junto a Apple o Unilever y coinciden además en una serie de rasgos comunes en su Memoria Sectorial.
Finalmente, la Memoria Institucional es aquella que diferencia a una empresa de todas las demás, sin importar el tamaño o la actividad. Comparte con otras rasgos sectoriales y con todas rasgos globales, pero posee un ADN específico y diferenciador.
Estas memorias no se han creado de la nada y, menos aún, se han generado globalmente para ir calando sectorial e institucionalmente. Muy al contrario, han tenido su origen en procesos creativos e innovadores a nivel individual que, una vez han demostrado su eficacia, se contagian al nivel sectorial y finalmente alcanzan la Memoria Global. Toyota demostro que su concepto just in time era eficaz en sus plantas, pronto se reprodujo en otras empresas del sector y, finalmente, multitud de empresas que nada tenían que ver con la automoción decidieron integrarlo en sus sistemas.
Todo lo dicho parece evidente a la vista de las pruebas empíricas que lo corroboran una y otra vez. De hecho, el principio que se podría extraer es también evidente: toda organización está capacitada para desarrollar nuevas ideas y estrategias que si tienen éxito, podrán incorporarse a la memoria de su sector o incluso a la Memoria Global.
Podría pensarse que esta posibilidad sólo está al alcance de las grandes corporaciones, pero, una vez más, la historia demuestra que, casi siempre, acostumbran a ser las menos indicadas para protagonizar estas revoluciones. Apple, McDonalds, Dell, Ikea, Zara, la lista podría ser interminable. Todas ellas comenzaron siendo pequeñas organizaciones.
En una palabra, cualquier organización “puede”, pocas llegan a ser las protagonistas de la creación de una futura memoria sectorial o incluso global. Pero la posibilidad existe y sólo hace falta tener fe en las capacidades de la organización y mostrar ambición, ambición innovadora.

jueves, 23 de septiembre de 2010

¡OYE, TÚ!


Toda ciencia aspira a reunir cierta complejidad como parte de su esencia más intima, hasta la Economía. Sin embargo, a la vista de los hechos cotidianos, uno acaba preguntándose qué relación existe entre los profundos razonamientos teóricos, formulas inexpugnables y complejos paradigmas y las respuestas que se dan, una y otra vez, a los problemas que surgen en el día a día. Cuando las cosas van bien, hasta el más tonto es capaz de articular una teoría sobre la contribución del albaricoque a los fondos soberanos. Sin embargo, cuando todo parece torcerse en el sentido de hacerse incontrolable, las respuestas, que no estrategias, siempre parecen ser las mismas. Abrimos el grifo para mantener la tensión, oye tú que no, que nos hemos quedado sin un chavo, ah!, vale, toma medidas de ajuste, cierra el grifo Paco!, ¿pero entonces como crecemos?, Paco, abre un poco, a ratos, ya sabes. Oye tú, parece que Pepe está empezando a mover un ojo, ah!, vale, venga que hay brote y así hasta que, por arte de magia (eso que algunos llaman la Mano Invisible y otros la irremediable levedad del ser económico) las cosas vuelven a su ser, es decir se hacen de nuevo controlables, aunque en realidad lo único que ocurre es que no nos están jodiendo tan descaradamente.
¿Qué dice la dura realidad?
Unos euritos para que los niños vengan con el pan debajo del brazo, otros euritos para que el contribuyente se vea recompensado en la abundancia, más euritos para un memorial al chorizo de Villaperdices . Euritos para aguantar a los que han acabado con la prestación. Más euritos para ensanchar aceras y colocar arbolitos que hay que ocupar a la gente. Tranquis que hay pasta. Puff! Había, había pasta. Cierra el grifo Paco! Cuatro millones y pico, no, crecer no va a crecer mucho más, el problema es que no sabemos cómo va a bajar, ¿es el nuevo techo técnico? Bueno, de momento, tranca infraestructura, quita de acá y allá, sí, sí a la investigación y desarrollo también, bueno igual hay que volver a meter Ciencia e Innovación en Educación, dile algo a la Cristina, jodeeeee! Oye, que va y se desayuna con la pandilla de golfos apandadores que casi nos hunden este verano para contarles que somos la leche, ya, ya, pero creo que les han metido evacuol en el café, je-je. Menos mal que el otro no tiene otra cosa que hacer que ponernos a caldo, si es que, a ver, de qué va, esto no lo arregla ni Viriato. Aguantar, hay que aguantar. Oye, que ha llamado Patxi, que le hemos dejado en pelotas con los del pene en uve. Toma! Y el Monti, qué me dices, lo tiene más crudo que la coliflor por nochevieja. Aguantar, hay que aguantar, mira el Obama. Ha llamado Manolo, y qué, que dice que va a dar unos eurillos a los que sufrieron la represión napoleónica, y de dónde lo saca, tranqui que están todos palmaooooos, ah! Bueno, dile que de algo también a los que les piso el callo la procesión de la coronación de Don Pelayo, ¡oído cocina!, bueno a todos menos al del campanu. Cierra que ya son las tres, mañana más…

martes, 21 de septiembre de 2010

UN VALLE LLAMADO MONDRAGÓN


La crisis sigue sin quedar atrás en España aunque sabemos que de forma progresiva comenzaremos a recuperar índices, si no iguales a los años anteriores, sí al menos más normalizados. Mientras tanto, el País Vasco parece despegar con mayor fuerza y estos días nos llegan algunas confirmaciones de ello. La Corporación Mondragón, uno de los tractores de la economía vasca, anunció ayer la creación de 1. 100 puestos de trabajo en los últimos doce meses coincidiendo con la inauguración de una nueva planta de interacumuladores de Fagor Electrodomésticos en Basauri y en la que se han invertido 6,3 millones de euros.
¿Por qué el País Vasco?
Podemos encontrar múltiples explicaciones, pero, hoy al menos, prefiero centrarme en las puramente emocionales…
El origen de la Corporación Mondragón hay que buscarlo en el año 1956 cuando dos pequeñas empresas – Ulgor y Arrasate- se unen conformando una sociedad cooperativa. Una de ellas se dedicaba a la fabricación de utensilios domésticos, mientras que la otra producía moldes industriales. Dos años después, se constituyó una mutua para atender a las necesidades de los cooperativistas, Lagun – Aro, y una cooperativa de ahorro y crédito, Caja Laboral Popular. Medio siglo después, el grupo empresarial está constituido por más de 250 empresas y cuenta con más de 86.000 empleados. No es una historia normal, pero el lugar donde nació la Corporación, Mondragón, tampoco es normal desde el punto de vista estratégico. Encajada en un valle interior de difícil acceso, todavía hoy en día, Mondragón presenta todas las características geoestratégicas para ser todo menos un gran centro productivo. Sin embargo, esta es una historia de éxito y, por lo que parece, va a continuar siéndolo
Emprendimiento, perseverancia, permeabilidad al cambio y una búsqueda continua de oportunidades con un carácter altamente estratégico son algunas de las claves que explican esta historia. Términos excesivamente utilizados en los libritos de aeropuerto y sesiones magistrales de las escuelas de negocio, pero que son difíciles de interiorizar en la memoria institucional de una empresa y, más aun llevarlos a la práctica con insistencia y continuidad.
Hace algunos años se puso de moda el llamado “modelo Irizar”, la exitosa empresa de autobuses que hoy día navega independiente de la Corporación. Irizar parecía ser la historia de un éxito basado en las personas y, casi de inmediato, muchas empresas ansiaban “ser como Irizar”. Sin embargo por fortuna, esto no paso de ser una moda. Irizar continua manteniendo su éxito, pero es efectivamente “su éxito”. Difícil de clonar, complejo de entender en la sencillez y evidencia de sus claves, irrepetible al intentar reducirlo a una formula – sistema. Algo similar ocurre con la Corporación Mondragón a la que un día perteneció Irizar.
Sin embargo, en ambos casos, se respira de forma continua la confianza en las personas como principal activo, el emprendimiento como expresión de una actitud compartida ante los problemas, la ausencia de miedo ante los cambios que los nuevos escenarios estratégicos puedan deparar, querencia a los retos compartidos y una asunción decidida del riesgo, pero sabiamente controlado.
Todo esto sí es repetible, sólo hace falta voluntad y la firme creencia de que puede ser posible.
¿Se apunta?

jueves, 16 de septiembre de 2010

LAS DELICIAS DE LA GLOBALIZACIÓN


Dicen que la globalización es el signo de nuestra modernidad, la prueba fehaciente del salto quántico que hemos protagonizado desde que Smith comenzó a preocuparse por las cosas económicas en las brumosas tierras escocesas. Pero, como todo en esta vida, algo malo ha de tener para poder afirmar que existe bondad. ¡qué sería de las películas de vaqueros sin indios! La globalización es virtud y pecado capital, honra y vergüenza, sentido e insensibilidad que diría Austen. La consideramos tan normal que apenas nos choca contemplar a un indígena amazónico , ataviado con una raida camiseta de los Lakers, siguiendo los entresijos de Falcon Crest bajo la sombra de su choza en un plasma descomunal. Es tan de casa que apenas nos asombramos cuando miramos la etiqueta de una prenda de marca luxury que dice aquello de made in el quinto pino.
Pero, pese a toda esta cotidianeidad, la globalización no deja de depararnos sorpresa. Vuelvan al inicio de este post y observen la imagen que lo ilustra…Para más pistas, les diré que la escena transcurre en Afganistán, en su capital Kabul para ser más exactos.
¿Qué hace esta recua de gente?
Sí, es evidente que hacen cola religiosamente bajo la desatenta mirada del miliciano con el acostumbrado subfusil al hombro. Quizás se trata de una cola para el pan. Puede ser que esperen la llegada de Omar Sahujulin, “chiquito de Kabul”, afamado torero en la recién inaugurada Academia de la Tauromaquia Española, fruto de la nueva Política “gánatelos, no te los cargues”. Lo que está claro es que no hacen cola para felicitar al general Petraeus por su cumpleaños.
En realidad, esta variopinta multitud espera pacientemente a las puertas del Kabul Bank para poder retirar sus ahorros. Y es que la gente también ahorra en Afganistán aunque parezca mentira. No vayan a pensarse que lo hacen para comprarse el adosadito en la playa, no dan para tanto, pero el personal hace acopio por lo que pueda pasar. Y, en realidad, lo que ha pasado es que el Kabul Bank se ha quedado sin un duro, perdón, sin un afgani. Tanto es así que el Banco Central de Afganistán ha tenido que acudir en su ayuda para hacer frente a la deuda de 230 millones de euros que acumulaba. Quizás pueda parecer una nadería, pero para un país que ya no sabe ni por donde se pone el sol, es un fortunón de los de antes. Abdul Qadir Fitrat , gobernador del Banco Central y vendedor de moquetas durante el régimen talibán, justificó el rescate bajo el peligro de caos y anarquía que podría haber provocado la quiebra de un banco que cuenta con un millón de clientes y, sobre todo, paga, cuando puede, la nomina de los policías y soldados del ejercito afgano. Imaginense al individuo de la imagen corriendo a engrosar las filas talibanes como estrategia para ganarse unos durillos a fin de mes.
Pese a los mensajes de tranquilidad y como tenía que ser, se acabo armando la marimorena. La imagen está tomada antés de la trifulca, pero poco después, la policia tuvo que emplearse a fondo repartiendo bastonazos a diestro y siniestro. Y es que, aquí lo de las pelotas de goma y los botes de humo como que no se lleva. Es más sano y ecológico un buen palo en el cogote y, ¡ala! para casa calentito.
Son cosas de la globalización, ese gran logro de la humanidad que hace que cuando una adolescente de Arkansas agarra una cistitis después del baile de la mazorca, en el otro lado del mundo le salpique al personal un liquidillo indefinido.

lunes, 13 de septiembre de 2010

EL ALMA DE LAS PALABRAS


El Viajero está escribiendo un libraco, una vez más ha decidido someterse al tormento de abandonar la fontanería para adentrarse en el mundo de las ideas. Este es el primer capitulo que desea compartir. ¡Ah! El título provisional: CUCHARA Y TENEDOR.

EL ALMA DE LAS PALABRAS

Lo peor que le puede pasar a una palabra es perder su alma, su significado más íntimo, sumergiéndose en las ambigüedades de la moda y el oportunismo. Esta ha sido la desgracia de la palabra innovación. Rotunda en su expresión, precisa en su significado original y, sin embargo, vaciada de sentido en aras de la construcción acelerada de un paradigma absurdo.
Esta crónica anunciada comenzó tímida y paradójicamente con el auge y posterior desplome de las punto com y se convirtió en un fenómeno imparable desde finales del siglo pasado.
La innovación estaba llamada a reemplazar en el top de la moda a otro término que había dominado el último cuarto del siglo XX: la calidad.
Las diferencias entre ambos términos son múltiples en todos los aspectos. Pero, desde el punto de vista semántico, el término innovación siempre ha presentado un significado más preciso. Sin ir más lejos, reúna a diez personas y pídales que expliquen individualmente qué entienden por calidad de vida. La diversidad se manifestará en toda su plenitud.
En los últimos años del siglo XX, la calidad como fenómeno mediático empresarial, comenzó a perder empuje. La prueba más fehaciente de ello se encontraba en las estanterías de las librerías, los medios de comunicación, los discursos de los políticos de turno y, sobre todo, la migración de las consultoras especializadas a otros nichos de negocio. La etapa de negocio añadido tocaba a su fin y, hoy día, se mantiene como actividad sostenida en unas dimensiones equilibradas por el mercado. Llegados a este punto, tan sólo queda por decidir cuál debe ser el futuro de la calidad en cada organización. Tres son las alternativas posibles.
• Imagen de marca
• Modelo estable asumido en las rutinas corporativas
• Cultura interiorizada y asumida
A rey caído, rey puesto. La innovación irrumpió con fuerza en nuestras vidas, abarcando prácticamente cualquier aspecto de la actividad humana como si del Santo Grial se tratará. Pese a lo que pueda pensarse, quienes nos dedicábamos profesionalmente a la innovación, observábamos con desconfianza esta explosión de convicción casi religiosa en las virtudes terapéuticas del recién llegado. Y nuestras sospechas se vieron confirmadas al poco tiempo. La palabra innovación era utilizada con facilidad pasmosa por políticos y gestores. Los programas y ayudas públicas desbordaron las necesidades asumidas por pequeñas, medianas y grandes empresas, mientras el intrusismo hizo acto de presencia en forma de consultores reconvertidos a la nueva fe, pero con todas las deficiencias de un negocio de minoreo. Las linotipias repetían incesantemente los mismos caracteres: i-n-n-o-v-a-c-i-ó-n. Las cremas faciales eran innovadoras, los yogures, las zapatillas, el detergente de lavadora, los servicios municipales de paisajismo, la nanotecnología y el ama de casa. El universo en su conjunto era una gran comunidad innovadora.
Nada bueno podía derivarse de semejante demostración de exceso, feria de las vanidades en el comienzo de un siglo redimido de las lacras capitalistas por el antropocentrismo de la nueva sociedad del conocimiento. Pero, de la noche a la mañana, la crisis crediticia e hipotecaria iniciada en el verano de 2007 en Estados Unidos lo transformo absolutamente todo. La innovación continuó utilizándose como remedio, pero más por necesidad que por convicción. Y, en cualquier caso, su fuerza mediática nunca volverá a ser la misma, afortunadamente. Pero la innovación no desaparecerá y continuará presente en los nuevos paradigmas que están todavía por construirse. Sin embargo, el daño ya está hecho. La palabra ha perdido su alma.
Quizás por todo ello, una de las primeras tareas sea recuperar el verdadero significado del término innovación. Una vez dejado atrás el impacto mediático y el éxito social, ha llegado la hora de aceptar la mayoría de edad de la innovación. Aunque la innovación, en el sentido estricto de la palabra, ha estado con nosotros desde los tiempos de Olduvai, es a partir del siglo XIX cuando comienza a cobrar personalidad en relación con la actividad humana en general y económica en particular. La innovación llegó para quedarse y está llamada a ser uno de los paradigmas del siglo XXI y de los nuevos escenarios que surjan después de la crisis con la que este se ha iniciado. Sin embargo, una de las primeras tareas a acometer debe ser devolver el alma a una palabra que nunca la debiera haber perdido.
La tentación a acercarse al significado de un término a partir de las definiciones no es recomendable cuando hablamos de la innovación a la vista de la ingente variedad de alternativas que se ofrecen. En 1998, Brian Cumming, después de analizar cuarenta años de definiciones, creó su propia definición de innovación como la primera aplicación exitosa de un producto o proceso (1). Breve y precisa, pero deja la sensación de que hay algo que se ha perdido por el camino. La Real Academia de la Lengua entiende que innovar supone mudar o alterar las cosas introduciendo novedades, incluso afirma que puede ser volver a algo a su anterior estado. Una vez más escueta, pero excesivamente ambigua. De hecho, no hay trazas de implicación creativa en el proceso, cosa que, en cambio, sí hace la definición homónima inglesa que asocia innovar con crear ideas y cosas. Pero, en cualquier caso, la innovación es algo tremendamente complejo que apenas si puede estar contenido en una definición por muy buena que sea.
Personalmente, prefiero acercarme al significado del término asociándolo con otros conceptos con los que se encuentra íntimamente relacionado. ¿Cuáles son estas palabras?
• Problema
• Rutina
• Estrategia
• Táctica
¿En qué se parece una acería compacta a una pastelería?
Superando las analogías más evidentes, existe algo en lo que íntimamente coinciden, no solamente estas dos organizaciones, sino cualquier pareja que podamos imaginar. ¿Qué es ello? Sencillo, todas ellas se enfrentan diariamente a situaciones que deben resolver.
Una empresa, entendida como una organización humana que persigue unos objetivos compartidos, se enfrenta diariamente a distintos tipos de situaciones. Es como si habláramos de un campo de juego en el que las personas, como equipo local, se enfrentan a las situaciones, el equipo visitante. El objetivo es ganar y, si es posible, por un amplio marcador. Ganar supone resolver las situaciones planteadas de forma eficiente y eficaz. Para ello, el equipo debe entrenarse interiorizando jugadas que, más tarde, desplegará en el terreno de juego. Pero, al mismo tiempo, debe cuidar también su motivación y equilibrio personal.
Hasta aquí todo es perfectamente lógico y comprensible. Pero, ¿qué sabemos del equipo contrario? El rival está formado por un conjunto de situaciones que acuden puntualmente a la confrontación. Los jugadores de este equipo visitante pertenecen a dos categorías, ofensivas y defensivas respectivamente. Los defensores que nuestro equipo debe sobrepasar son las rutinas mientras que siempre hay que mantenerse alerta a los contragolpes que los contrarios puedan organizar inesperadamente. Estos peligrosos atacantes son los problemas.
Las rutinas son las situaciones habituales en el devenir diario de una organización. Este tipo de situaciones se caracterizan por su naturaleza repetitiva que permite adquirir dominio y experiencia hasta conseguir los niveles de eficacia y eficiencia deseados. Las situaciones rutinarias se resuelven a través de los procedimientos, protocolos y trucos personales. Todos ellos, constituyen las tácticas de la organización, un conjunto operativo definido y controlado que nuestros jugadores han interiorizado en sus mínimos detalles hasta llegar a ejecutarlo de forma automática y hasta inconsciente.
Podríamos definir el término táctica de muchas formas distintas, pero, en lo que a este libro se refiere, utilizaremos un significado univoco: la táctica es hacer lo que hay que hacer cuando se sabe qué hacer.
El dominio de las tácticas corporativas se da por sobreentendido en cualquier organización y, si no fuera así, los procesos de selección natural se encargarían de solucionar el problema. Las tácticas y su dominio son importantes, pero no constituyen el factor diferencial de una organización. En consecuencia, el protagonismo recae sobre el segundo tipo de situaciones que debemos afrontar, la parte ofensiva del equipo contrario: los problemas.
Frente al carácter repetitivo de las rutinas, un problema es una situación nueva e inesperada cuya solución desconocemos. Los problemas, aunque parezca lo contrario, no abundan en la vida de una organización, aunque, en muchas ocasiones, se identifiquen como tales a rutinas que presentan alteraciones por causas estrictamente coyunturales. Un problema, no sólo dispara todas la alarmas de gestión, sino que obliga a la búsqueda de soluciones a partir de procesos no siempre adecuadamente interiorizados por las personas de la organización. Personas entrenadas en las rutinas y tácticas, pero que acostumbran a recelar, cuando no dar la espalda, a los problemas.
El origen de esta actitud no debemos buscarlo tan sólo en su carácter disruptor de la normalidad corporativa. También existe una genética sociocultural que influye decisivamente en las actitudes que se adoptan. El concepto de problema, sea cual sea su acepción, siempre conlleva una carga negativa en tanto en cuanto altera el status quo. Para la filosofía un problema es algo que altera la paz, para las matemáticas es una pregunta sobre objetos y estructuras que demanda una explicación, para un político es una molestia imprevista y para un ciudadano de a pie, se convierte en un quebradero de cabeza. En definitiva, un problema es una situación en la que las cosas que tenemos son diferentes de las que deseamos. Pero el camino que separa ambos extremos es desconocido y probablemente exija pérdidas y, por supuesto, la asunción de riesgo. Todo ello, contribuye a la mala reputación de los problemas y hace que, pese a que su presencia no sea tan reiterativa como la de las rutinas, cuando aparecen, el desconcierto, cuando no el pánico, abruma a la organización.
La respuesta eficaz a un problema tiene un nombre: estrategia. Las estrategias son a los problemas lo que las tácticas a las rutinas, es decir la soluciones a la situación planteada. El término estrategia presenta la misma diversidad de acepciones que en el caso de la táctica. Sin embargo, una vez más, utilizaremos un significado univoco para cualquier organización humana: la estrategia consiste en descubrir qué hacer cuando no se sabe qué hacer.
En definitiva, una organización, sea cual sea su actividad, debe hacer frente a las rutinas y problemas de la forma más eficaz y eficiente posible y lo logra activando el conjunto de sus tácticas y generando estrategias que, en el caso de demostrarse eficaces, pasarán a convertirse en tácticas asumidas. En ambos casos, el objetivo siempre es el mismo: generar valor en cualquiera de sus formas.
Vivimos tiempos complejos, dominados por las turbulencias características de los momentos de transición. Una transición que debe permitirnos dejar atrás los modelos económicos y sociopolíticos que emergieron en las últimas décadas del siglo XVIII. El cambio no implica necesariamente destrucción o, al menos, negación de todo nuestro pasado inmediato. De hecho, según discurren los acontecimientos, resulta más adecuado hablar de evolución que revolución. Pero, en cualquier caso, nada volverá a ser igual, esta es nuestra única certeza.
Las organizaciones, llamadas todavía empresas, deben evolucionar también si no quieren ser engullidas por la marea del cambio que llega. La gestión y el liderazgo sobrevivirán, pero no necesariamente tal y como los conocemos en la actualidad. Un presente caracterizado por la atonía y la mediocridad, como no podía ser de otra manera, cuando los paradigmas quedan en entredicho por los hechos. Las nuevas organizaciones contarán con líderes y gestores, probablemente conserven parte de sus estructuras piramidales y gran parte de sus áreas mantengan sus nombres; del odre al tetra pack hay todo un mundo, pero el objetivo continua siendo el mismo. En los tiempos de transición que debemos vivir, las organizaciones deberán enfrentar un mayor número de problemas de los habituales. Problemas que no podrán resolverse recurriendo a las viejas tácticas. Problemas que necesitarán de una nueva actitud, nuevos valores compartidos, nuevas formas de organizarse y la generación de un número creciente de nuevas estrategias que, progresivamente, constituirán los modelos estables de los futuros modelos y sistemas. Por todo ello, debemos aprender a transformar las organizaciones tácticas en estratégicas. Organizaciones que aprendan a valorar el futuro como fuente de oportunidades y, en definitiva, de valor y progreso.

martes, 7 de septiembre de 2010

PARA RATO


Ayer, mi buen amigo José Manuel Pazos en su Economista Asimétrico afirmaba con buen tino que hasta que las cifras de paro no comiencen a remitir, poco hay que esperar por muchas señales y brotes que nos empeñemos en ver. Razón no le falta. Ayer también, el ministro de Trabajo comentaba que en tres o cuatro años habremos vuelto a los índices de ocupación anteriores a la crisis. Afirmación dudosa. La reducción del índice de parados en este país no está necesariamente unida a la reactivación económica internacional, ayudará, pero no será suficiente. El problema no es coyuntural, sino más bien estructural.
Un alto porcentaje de esa bolsa de desempleados son trabajadores con baja cualificación profesional, es decir, la herencia laboral del ladrillo. Trabajadores, aunque sea duro decirlo, difíciles de reintegrar en el mercado laboral de un país que, de momento, no puede ofrecer sectores de actividad alternativos a la construcción y que reúnan sus mismas características: baja cualificación, alta capacidad de absorción de mano de obra, ausencia de competitividad exterior y precariedad. Podemos echar mano del sector servicios y, de forma más concreta de la hostelería y del turismo en general, pero el calcetín se estira hasta un punto, más allá comienzan a aparecer los juanetes. Podemos recurrir a determinados nichos productivos que pudieran absorber, no sin ciertas dificultades, este perfil de trabajador, pero la competitividad es una exigencia ineludible frente a las economías recién incorporadas a la UE, así como los distantes vecinos asiáticos. Podríamos empeñarnos en ambiciosos planes de obra pública, pero hasta las autovías, túneles, pantanos, alta velocidad y aceras municipales tienen un límite, a partir del cual, la cosa entra en el reino de la opereta y las sanciones europeas por incumplimiento de políticas restrictivas en lo que al déficit público se refiere.
En definitiva, dejar pasar el tiempo a ver si la cosa se recompone y, poco a poco, volvemos a la normalidad, es la táctica del tonto del pueblo, con perdón. Tenemos parque de viviendas para rato y, cuando volvamos a ver las grúas en el horizonte, las veremos como signo distintivo de un sector regulado por una demanda crónica limitada. Los servicios y el turismo en particular, sobre todo en determinadas regiones, ayudarán, pero de manera limitada y, sobre todo estacional. La economía sumergida también echará una mano, aunque no aparece en las estadísticas oficiales y apenas influye en el ánimo ciudadano que, a la larga, es un factor clave de estabilidad y motor de consumo. La automoción está desarrollada hasta sus límites lógicos en nuestro país, poco se puede esperar más allá de cierto posicionamiento en nuevas soluciones en la fuente energética. Las energías alternativas aparecen de forma recurrente en nuestro futuro, pero ni pueden absorber bolsas de desempleo de esta magnitud, ni está claro que sean la solución definitiva a nuestros males energéticos.
Está claro que nos hace falta un plan. Es decir, un posicionamiento estratégico de carácter estructural que permita comenzar a articular las políticas de inversión con cierta lógica constructiva de futuro. Está bien preocuparse por el cocido que está en el fuego, pero mientras tanto los pájaros pueden comerse la cosecha que espera en los campos.

viernes, 3 de septiembre de 2010

LA OTRA ESCALERA DE LA INNOVACIÓN


La noción de progreso es con toda probabilidad uno de los talismanes de la sociedad contemporánea, pese a que el actual modelo de civilización industrial se muestre inviable acorto plazo. Pero, quizás también por ello, el progreso se interpreta como la llave del futuro, una promesa de bienestar. El progreso se relaciona invariablemente con el concepto de cambio y, este a su vez, se traduce en términos de una convicción que denominamos innovación. Pero, ¿es deseable esta relación progreso- cambio- innovación?
En nuestros días, el cambio se ha convertido en un tópico cultural, un fenómeno que necesariamente ha de desembocar en una nueva y mejor situación. Sin embargo, cambiar no significa invariablemente avanzar o progresar. El progreso existe en el cambio, defendía Miguel de Unamuno y, ciertamente, el progreso implica cambio, pero este no conlleva necesariamente progreso. Puedo moverme constantemente de un lugar a otro, pero no por ello progreso. El triunfo del nacionalsocialismo en Alemania durante los años treinta del pasado siglo, acabó con la breve experiencia republicana de Weimar, pero el cambio no derivó necesariamente en progreso, a no ser que explicáramos el actual bienestar alemán como la conclusión final de todo un complejo, doloroso y dilatado proceso. Pero esto, más bien nos situaría en una posición providencialista que enlazaría con la tradición cristiana en torno al progreso, nacida en los siglos medievales y, posteriormente, secularizada en el siglo XVIII. Cambiar significa estrictamente pasar de un estado a otro, de líquido a gaseoso, de pobre a rico, de comunista a socialista, de joven a adulto. Pero, no por ello, el acto conlleva mejora en sí mismo.
Sin embargo, hoy en día, cuando hablamos de algo tan aparentemente ambiguo como el cambio, inmediatamente establecemos una relación indisoluble con palabras como avance, nuevo, moderno, mejor y, en definitiva, progreso. Partimos de la base de que todo fluye y ello implica necesariamente cambio. Pero enlazar esta actitud dinámica con progreso es pura y simple frivolidad.
El progreso entendido como devenir, es una larga línea en la que podemos ir situando hitos como la agricultura, la escritura, la imprenta, las ideas de la Ilustración, la máquina de vapor o la energía nuclear. Una línea que propone esperanza en las capacidades humanas, lejos de concebirla como un camino desde la imperfección del pecado original a Dios. Una línea de esfuerzo continuado que debe superar las adversidades que, en ocasiones, se derivan del cambio, lejos de la Escalera de Jacob que eleva al hombre desde lo material a lo divino. El progreso no es una carrera de fondo en pos de una meta de perfección. Tampoco es un viaje hacia nuestro destino final de autodestrucción. Y, menos aún, una saludable utopía que nos permite sobrevivir. El progreso es nuestra reacción inteligente hacia la adversidad, entendida esta como la sucesión de situaciones problemáticas, provocadas por el cambio que necesitan de respuestas y soluciones inteligentemente creativas.
Necesitaos alimentarnos para sobrevivir, pero no todo lo que comemos es necesariamente saludable y, en muchas ocasiones, aunque parezca contradictorio, alimentarnos limita nuestra capacidad de supervivencia. El cambio parece ser una constante en la historia humana, pero no significa necesariamente progreso. Por ello, relacionar estrechamente innovación y cambio, más allá de resultar una ambigüedad, puede ser cuando menos contradictorio.
Quizás resulte más adecuado establecer una intima relación entre progreso e innovación. El progreso es una búsqueda premeditada de cambio. Pero un cambio positivo, una mejora en la condición humana en cualquiera de sus expresiones y, siempre, a partir de lo que ya se posee. El progreso no consiste en aniquilar hoy el ayer, sino, al revés, en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor, decía Ortega. El presente comienza en el futuro y éste sólo se entiende a partir del pasado.
El cambio por el cambio no tiene justificación alguna. La innovación por la innovación ni tiene sentido, ni puede desembocar en nada bueno. La innovación como progreso debe aventurarse en el futuro para ser capaz de construir el presente. Esta percepción del fenómeno va más allá del cambio, nada más lejos de la Escalera de Jacob que implica subir y bajar, pero no necesariamente avanzar. La innovación, entendida como progreso, va más allá de la inmediata respuesta a la necesidad momentánea. Responde a una firme creencia en nuestras capacidades para construir nuestro propio futuro, una visión estratégica, una innovación estratégica.

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