miércoles, 11 de noviembre de 2009

BERLÍN Y LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER


Volvía ayer en el avión, después de mi charla en la UAH, ojeando los titulares de los diarios sobre la conmemoración de la caída del Muro y no pude evitar caer en la insoportable levedad del ser que diría Kundera.
La instantánea de los jefes de gobierno saludando a la multitud no tiene desperdicio para un mediador en innovación. De hecho, creo que sería una imagen ejemplar para ilustrar el concepto de “modelo estable” No sé si se fijarían ustedes, pero la apariencia era de un grupo perfectamente uniformado para la ocasión, salvo el caso de una botonadura cruzada, los negros abrigos eran tan clónicos como los paraguas siderales que protegían a sus poseedores. Hilary Clinton ponía una nota disonante de color con un foulard cereza de dudoso gusto y más cercano a algún colega excéntrico de Oliver Twist. En cuanto a la “pose”, la monotonía era perfecta salvo el caso del Cavalliere que, una vez más, tiene que aportar la nota cómica desmarcándose del conjunto. Para cómico, aunque yo más bien diría esperpéntico, el relato mítico del bueno de Sarkozy que sólo le falto decir que también estuvo en el Día D. Y para guinda, la del presidente Zapatero, recordando a los españoles que también tuvieron un muro, seguramente de ladrillo, durante la pesadilla franquista. Qué oportunidad perdida para no volver, una vez más, con la vieja copla y hacer un poco de sana autocrítica. Y es que, aunque parezca lo contrario, pocas son las cosas que han cambiado.
Poco antes, los cruces de opiniones sobre la autoría del derribo, llegaron también a lo esperpéntico. No le falta razón a Lech Walesa para mofarse educadamente del peso de la oratoria de Reagan en el derribo cuando expreso desde el Check Point Charlie su deseo de lanzar una botella al otro lado del muro con un mensaje claro: ¿Por qué tenéis tanto miedo a la libertad? En cualquier caso, tampoco es aceptable el papel de prima donna que Walesa reclama dentro de la más pura ortodoxia del tradicional victimismo polaco. Ni unos, ni otros, todos participaron en aquella fiesta y, más bien, cabría decir que como organizadores fueron un auténtico desastre.
Leía también con curiosidad los testimonios de distintos protagonistas anónimos de aquella jornada, ciudadanos de la RDA que apenas si podían dar crédito a lo que contemplaban. Todos ellos coincidían en la emotividad del momento y la sensación de libertad que les embargo. Pero curiosamente, todos ellos coinciden en afirmar, hoy en día, que guardan un sabor amargo de todo lo que siguió. Y sospecho que este sentimiento va más allá de un pueril síndrome de Estocolmo. Algo no se ha hecho como cabía esperar y la libertad no se consigue tan sólo derribando unas planchas de hormigón armado.
Hace ya algunos meses, tuve la oportunidad de pasear por las calles de Berlín, una ciudad en Alemania, parafraseando a le Carre, aunque no una ciudad alemana. Un ejemplo de supervivencia genética en un país que ha protagonizado cuatrocientos años de historia europea en apenas un siglo. Un país que, nos guste o no, es el espejo de Europa. Berlín sigue viva, ajena a los milagros y las arengas, consciente de su destino: morir para volver a nacer.

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