viernes, 12 de junio de 2009

LA BUENA NUEVA


DE POBRES Y RICOS - PARTE 1

La mansión parecía un inmenso bloque de cobre, repujado a la luz de los últimos rayos de sol de aquella tarde estival que tocaba a su fin en la desembocadura del rió Ibaizabal, popularmente conocida como El Abra. El césped, cuidado hasta el extremo, amortiguaba los inquietos bamboleos de gran parte de los invitados a la ceremonia. Tan sólo una anciana de soberbio porte parecía aguantar estoicamente en su silla de ruedas, firmemente sostenida por una joven de aspecto enfermizo, ante el peligro de precipitarse por la suave pendiente que descendía desde la villa hacia el mar.
El calor continuaba siendo asfixiante y algunas de las excelsas matronas comenzaban a echar a perder sus galas de convite bajo los efluvios corpóreos. Sus maridos y amantes hacía tiempo que se habían despreocupado de las gotas de sudor que intermitentemente recorrían sus rostros. Pero todos escuchaban con una mezcla de respeto y profundo placer interior las palabras que emergían de la boca de aquel extraño clérigo.
- No lo olvidéis nunca, queridos míos, el Señor así lo ha querido: La riqueza y la pobreza no son sino producto de una ley natural. Quienes me escucháis, afortunados mortales, sois la máxima expresión de la selección natural. Habéis superado duras pruebas, habéis confirmado el reto permanente de nuestra especie con su entorno, la promesa de la civilización. No debéis arrepentiros de vuestra fortuna, ni penséis en ocultarla. Es producto del esfuerzo y de la supervivencia de los más aptos. Vosotros, noble pareja que hoy acude aquí para ser unidos en el sagrado vínculo del matrimonio, sois la prueba viviente del éxito de vuestros padres, lo mejor de una generación que ha elevado a esta tierra a las más altas cumbres del progreso económico y moral.

El nombre de este curioso personaje no viene demasiado al caso, aunque si a alguien le interesa, diremos que se trataba de Benito Aranzibia, oriundo de Gaintza en la profunda Gipuzkoa y educado en las labores del sacerdocio en la vecina Bizkaia, ambos territorios de Euskal Herria o País Vasco, como se prefiera.
El padre Aranzibia jamás hubiera soñado encontrarse allí, bajo los arcos de medio punto que configuraban el porche de la mansión de uno de los hombres más ricos del País de los Vascos. Una fortuna edificada con el mineral de hierro y, sobre todo, con la desesperanza de cientos de familias llegadas de todas partes para contribuir a uno de los capítulos menos conocidos y más penosos de la Revolución Industrial en Europa.
Puestos a imaginar, jamás habría soñado con un auditorio tan selecto y refinado, pero sobre todo, tan emocionado y agradecido ante sus palabras. Y no era para menos. Todos los días no le absuelven a uno de la carga de la riqueza, confirmándole además como motor de progreso y ejemplo a imitar.
Hacia el Oeste, algunos miles de kilómetros más allá de la bahía, atravesando el Atlántico, otro pastor de almas iniciaba su acostumbrado sermón dominical. El lugar era Nueva York y el personaje Henry Ward Beecher. Los ricos del Nuevo Mundo acudían cada domingo a la iglesia de Plymouth, en Brooklyn, con un fervor fanático, buscando la bendición a su inesperada riqueza.
El mensaje de Beecher era el mismo que Benito Aranzibia llevaba a los prados de los ricos que habían vendido su tierra por un plato de lentejas cargadas de hierro. Pero el entorno cambiaba sustancialmente. La creencia se tornaba fe ciega en América, de la misma manera que las saludables visiones de bienestar y riqueza de las naciones propugnadas por Adam Smith se transformaban en un paisaje de dolor y desolación. De ahí la necesidad de un modelo estable que llegará más allá de la estatua que recibía a los nuevos peregrinos europeos antes de desembarcar en Ellis Island. Un modelo inequívoco: tierra de libertad y oportunidades, tierra de hombres hechos a sí mismos.
Y así fue como aquel día, dos siervos del Señor que nunca llegaron a conocerse, divulgaron la buena nueva a los pobres ricos de uno y otro lado del océano.
Pero no podía ser de otra forma. Aranzibia, como gustaba de llamarle la anciana de noble porte, prefería la lectura de Herbert Spencer a los latines y Evangelios. Hacía tiempo que soñaba con convertirse en el Beecher de la noble burguesía de Neguri- Ciudad de Invierno, que así se llamaba el lugar donde los sudores y desesperanzas edificaban mansiones. Pero en el País de los Vascos, a falta de estatua, una voz anónima recibía a los peregrinos con la fatalista promesa de Dante: “Oh, vosotros que entráis, abandonad toda esperanza”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Menudo personaje este Benito!

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