jueves, 19 de marzo de 2009

LLORARÁS


Carlos tenía un buen trabajo o al menos eso creía. Nunca fue un buen estudiante y, cuando concluyó el Bachillerato a trancas y barrancas, decidió que la universidad no era lo suyo, ni siquiera la FP. Era bien parecido, extrovertido, de palabra fácil pero cuidada y, además, tenía estilo, bastante estilo aunque sin llegar a clase, pero suficiente para dar el pego en cualquier situación. En una palabra, un excelente comercial en potencia aunque él no lo supiera. Quizás por eso sus primeros trabajos estuvieron más relacionados con la burda artesanía de la paleta, los malabarismos del tubo al otro lado de una barra y hasta algunos pinitos como modelo de colecciones otoñales. Pero al final, como no podía ser de otro forma, acabo en la venta aunque con ciertas pretensiones, nada de puerta fría. Las cosas comenzaron a marchar y pronto se encontró al frente de un pequeño pero agresivo equipo comercial. Eran buenos tiempos y, como decía su abuela, hasta los moros ponen una carnicería y se forran. Conoció a Roció en una cena de casa de amigos un viernes o quizás un sábado noche, pero el domingo ya se habían explorado hasta el último rincón. No era una chica con futuros, pero tampoco importaba, las cosas iban bien, pero no tanto como irían en dos o tres años. Antes del verano se habían casado y habían vuelto a descubrir sus íntimos rincones en una playa del Caribe. Adosado, cuero tostado, Bang& Olufsen, Lexus tracción total, Missoni, Soto Grande apurando posibilidades y una cuenta de reserva que nunca llegó a albergar más de cuatro o cinco mil euros. Un día, alguien habló de oscuro porvenir, pero apenas prestó atención. Otro día alguien habló de incertidumbre, pero ni siquiera se molestó en preguntar su nombre. Poco después sus resultados trimestrales cayeron, pero prefirió pensar en una mala racha. Quizás recordó todo esto cuando recibió su carta de despido, pulcra y escueta. Primero fueron las tarjetas quemadas, después llegaron las despedidas, a la tracción total, al cuero ya quemado y finalmente al adosado. El subsidio sonaba a capricho de fin de semana y, quizás por eso, no duraba más allá de dos o tres días. Durante dos semanas vendió seguros a puerta congelada, pero su porte y planta era excesiva como para inspirar confianza y, finalmente, acabó de portero de bar de copas hasta que un serbio le enseñó lo que es la cirugía estética instantánea. Después de aquello, sus mañanas discurren tranquilas al sol de un parque cualquiera, las tardes se agotan en un devenir y las noches son infiernos. Puedes encontrarle en cualquier esquina, aunque quizás te encuentre él a ti. Si es así, no le mires a los ojos, llorarás.

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